El relojero. . .
Lo he leído tantas veces. . . . leo entre lineas. . . que pasara cuando nos quieran sustituir plenamente por maquinas????????. . . . personalmente opino que hay cosas insustituibles. . . . . . . ojala . . . podamos darnos cuenta a tiempo. . . . que no nos pase . . . como en el cuento, que a continuación, comparto con ustedes.
Mucha luz para todos. . . . .
El Relojero
Mucha luz para todos. . . . .
El Relojero
De esto
hace mucho tiempo. Época en la que todavía
todo
oficio era un arte y una herencia. El hijo
aprendía
de su padre, lo que éste había sabido
por su
abuelo. El trabajo heredado terminaba por dar un
apellido
a la familia. Existían así los Herrero,
los
Barrero, la familia de Tejedor, etcétera.
Bueno, en
aquella época y en un pueblito
perdido
en la montaña, pasaba más o menos lo mismo que
sucedía
en todas las otras poblaciones. Las necesidades de la gente eran satisfechas
por las diferentes familias que con sus oficios heredados se preocupaban de
solucionar todos los problemas. Cada día, el aguatero con su familia traía
desde el río cercano toda el agua que el pueblito necesitaba.
El
cantero hacía lo mismo con respecto a las piedras y
lajas
necesarias para la construcción o reparación de las viviendas.
El
panadero se ocupaba con los suyos de amasar la harina y
hornear
el pan que se consumiría. Y así
pasaba
con el carnicero, el zapatero, el relojero. Cada uno
se sentía
útil y necesario al aportar lo suyo
a las
necesidades comunes. Nadie se sentía más que los otros, porque todos eran
necesarios. Pero un día algo vino a
turbar la tranquila vida
de los
pobladores de aquella aldea perdida en la montaña. En un amanecer se sintió a
lo lejos
el clarín del heraldo que hacía de postillón o correo. El retumbo de los cascos
de caballo se fue acercando y finalmente se lo vio doblar la calle que daba
entrada
al
pueblito: un caballo sudoroso que fue frenado justo delante de la puerta de la
casa del relojero. El heraldo le entregó un grueso sobre que traía noticias de
la capital. Toda la gente se mantuvo a la expectativa a la puerta de sus casas
a fin de conocer la importante noticia que seguramente se sabría de un momento
al otro. Y así
fue
efectivamente. Pronto corrió por todo el pueblo la voz de que desde la capital
lo llamaban al relojero para que se hiciera cargo de una enorme herencia que un
pariente le había legado. Toda la población quedó consternada. El pueblito se
quedaría sin
relojero.
Todos se sintieron turbados frente a la idea de que desde aquel día, algo
faltaría al irse quien se ocupaba de atender los relojes con los que podían
conocer la hora exacta. Al día siguiente una pesada carreta cargada con todas
las
pertenencias de la familia, cruzaba lentamente el poblado, alejándose quizás
para siempre rumbo a la ciudad capital.
En ella
se marchaba el relojero con toda su gente: el viejo abuelo y los hijos
pequeños. Nadie quedaba en el lugar que pudiera entender de relojes.
La gente
se sintió huérfana, y comenzó a mirar ansiosamente y
a cada
rato el reloj de la torre de la Iglesia.
Otro
tanto hacía cada uno con su propio reloj de bolsillo. Con el pasar de los días
el sentimiento comenzó a cambiar.
El
relojero se había ido y
nada
había cambiado. Todo seguía en plena normalidad. El
aparato
de la torre y los de cada uno seguía rítmicamente funcionando y
dando la
hora sin contratiempo alguno.
-¡Caramba!-
se decía la gente. Nos hemos asustado de
gusto.
Después de todo, el relojero no era una
persona
indispensable entre nosotros. Se ha marchado
ytodo
sigue en orden y bien como cuando él estaba
aquí.
Otra cosa muy distinta hubiera sido
sin el panadero.
No había porqué preocuparse. Bien se podía
vivir sin
el ausente.
Y los
días fueron pasando, haciéndose m
eses. De
pronto a alguien se le cayó el reloj, y
aunque al
sacudirlo comenzó a funcionar, desde ese día su manera de señalar
la hora y
a no era de fiar. Adelantaba o atrasaba sin motivo aparente. Fue inútil
sacudirlo o darle cuerda. La cosa no parecía tener solución. De manera que el
propietario del aparato decidió guardarlo en su mesita de luz, y bien pronto lo
olvidó al ir amontonando sobre él otras cosas que también iban a para al mismo
lugar de descanso. Y lo que le pasó a esta persona, le fue sucediendo más o
menos al resto de los pobladores. En pocos años todos los relojes, por una
causa o por otra, dejaron de funcionar normalmente, y con ello ya no fueron de
fiar. Recién entonces se comenzó a notar la ausencia del relojero. Pero era
inútil lamentarlo. Ya no estaba, y esto sucedía desde hacía varios años. Por
ello cada uno guardó su reloj en el cajón de la mesa de luz, y poco a poco lo fue
olvidando y arrinconando.
Digo mal
al decir que todos hacían esto. Porque hubo alguien que obró
de una
manera extraña. Su reloj también se descompuso. Dejó de marcar la hora
correcta, y ya fue poco menos que inútil. Pero esta persona tenía cariño por
aquel objeto que recibiera De sus antepasados, y que lo acompañara cada día con
sus
exigencias de darle cuerda por la noche, y de marcarle el ritmo de las horas
durante la jornada. Por ello no lo abandonó al olvido de las cosas inútiles.
Cierto: no le servía de gran cosa. Pero lo mismo, cada noche, antes de
acostarse cumplía con el rito de sacar el reloj del cajón, para darle fielmente
cuerda a fin de que se mantuviera funcionando. Le corregía la hora más o menos
intuitivamente recordando las últimas campanadas del reloj de la iglesia. Luego
lo volvía a guardar hasta la noche siguiente en que repetía religiosamente el
gesto. Un buen día, la población fue nuevamente sacudida por una noticia.
¡Retornaba el relojero! Se armó un enorme revuelo. Cada uno comenzó a buscar
ansiosamente entre sus cosas olvidadas el reloj abandonado
por
inútil a fin de hacerlo llegar lo antes posible al que podría arreglárselo. En
esta búsqueda aparecieron cartas no contestadas, facturas no pagadas, junto al
reloj ya medio oxidado. Fue inútil. Los viejos engranajes tanto tiempo
olvidados, estaban trabados por el óxido y el aceite endurecido. Apenas puestos
en funcionamiento, comenzaron a descomponerse nuevamente: a uno se le quebraba
la cuerda, a otro se le rompía un eje, al de más allá se le partía un
engranaje.
No había compostura
posible para objetos tanto tiempo
detenidos. Se habían definitiva e irremediablemente deteriorado.
Solamente
uno de los relojes pudo ser reparado con relativa facilidad. El que se había
mantenido en funcionamiento aunque no marcara correctamente la
hora. La
fidelidad de su dueño que cada noche le diera cuerda, había mantenido
su
maquinaria lubricada y en buen estado. Bastó con enderezarle el eje torcido y
colocar
sus piezas en la posición debida, y todo volvió a andar como
en sus
mejores tiempos.
La
fidelidad a un cariño había hecho superar la utilidad, y había mantenido la
realidad en espera de tiempos mejores. Ello había posibilitado la recuperación.
. Tiene
mucho de herencia, poco de utilidad a corta distancia, necesidad de fidelidad
constante, y capacidad de recuperación plena cuando regrese el relojero.
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